El sueño de Paganini
Se presentaba a tocar con fuego iluminando el escenario. De su violín salían notas prodigiosas y atrás de él todo parecía arder en llamas. Entonces su figura crecía aún más. Se volvía un verdadero coloso. Así lo veía el público. Flaco, alto, erguido, con las manos que parecían llegarle hasta las rodillas; de trajes deshilvanados, en jirones muchas veces, su larga melena revoloteaba al mismo tiempo que su arco describía parábolas en el aire. Nadie se explicaba como podía tocar tan genialmente. Sus largos dedos se comían el violín. En realidad, siempre daba la sensación de que tocaba en violines de juguete. Cuando era niño, su padre, el señor Paganini, comerciante mal habido y ambicioso, le dijo: “Nicolás, tú vas a ser el mas grande violinista del mundo, de mi cuenta corre”, y corrió. Porque a base de golpes, el jovencito llegaría a tocar como nadie lo ha hecho ni lo habrá de hacer.
Pero hubo quien dijo que lo vio. Alguna noche, mucho antes de que su leyenda creciera. Hubo alguien que aseguró haberlo visto invocar al diablo, postrarse delante del Maligno y repetirle el juramento. “Le dijo que su alma era suya a cambio de tocar como un ángel. Se encendió una luz que me cegó, Paganini se puso de pie y siguió su camino”, así dijo aquel testigo. Hubo quien le creyó y quien no le creyó. Más aquella versión fue creciendo y la gente hacia tumultos para verlo, y para oírlo tocar. Se arrebataban los boletos. Todos habían oído hablar de él, no solo los cultos. Hasta los mendigos y las prostitutas compraban sus entradas apenas se anunciaba que tocaría Nicolò Paganini, “El violinista del diablo”, como empezaron a llamarlo.
Lo cierto es que a Paganini la vida le sonreía por donde pasaba -y no podía ser de otro modo: semejante genio. Feo como el demonio, su presencia impactaba a las mujeres al punto de arrojarse a sus pies. Y si no bastaba con su glamour, ahí estaba su manera de tocar (el violín, digo). A una de ellas que se resistía a amarlo, que se encerraba en su habitación y que había dado órdenes de que bajo ninguna circunstancia se dejara entrar a Paganini en su casa, el virtuoso se las ingenió para llegar hasta el balcón de la alcoba e improvisar una sonata para ¡una sola cuerda! Cuando la dama se percató de la hazaña violinística, le hizo un lugar en su cama al genio.
Así anduvo Paganini, de mujer en mujer, de cama en cama. Era lo que más le atraía, junto con el dinero para gastarlo, para jugarlo. Tal vez porque durante su niñez había padecido pobreza y miseria, dinero que caía en sus manos dinero que gastaba. Y con la misma prontitud volvía a gastar más. Con la ventaja de que a veces ni en violines gastaba. Alguna vez que iba a tocar a un palacio y se le olvidó su propio instrumento, el anfitrión, de cuna noble y filántropo, extrajo su Guarnerius personal de la vitrina donde lo tenía a la vista de todos, y se lo prestó a Paganini para que saliera del aprieto. Después de que el violinista hubo tocado, el príncipe, duque, marqués o lo que haya sido, no fue capaz de guardar el violín en su sitio. Se lo regaló a Paganini sin dejar de besarle las manos.
Quizás la leyenda del violinista del diablo se baso en lo que alguna vez relato Tartini acerca de su sonata “El trino del Diablo”:“Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo "La sonata del Diablo", pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre....”
Se cuenta que a Paganini no le sentaba bien que le invitasen a comer para luego tener que tocar alguna pieza a sus anfitriones, al invitarle le decían: "No olvide el violín", a lo que respondía: "Mi violín no come nunca fuera de casa".
Paganini contrajo matrimonio con la cantante Antonia Bianchi, con la que tuvo un hijo al que llamó Aquiles.
También se nos cuenta una anécdota de él, por la que estando en Milán, pasó por una calle, en la que le atrajo un olor a pescado frito que venía de un local, cuando se disponía a entrar con su violín en mano, el dueño de aquel restaurante le indicó que estaba prohibida la entrada a músicos ambulantes, por lo que no pudo comer pescado frito aquel día.
Posteriormente anduvo por París en donde cosechó numerosos éxitos y triunfos, en esta ciudad a orilla del Sena. Una noche tuvo que alquilar un coche para que le llevase al lugar del concierto, al llegar al punto de destino le preguntó al cochero:
- ¿Cuánto le debo?
- Veinte francos
- ¿Veinte francos? ¿Tan caros son los coches en París?
- Mi querido señor – respondió el cochero, que le había reconocido-. Cuando se ganan cuatro mil francos en una noche por tocar con una sola cuerda, se pueden pagar veinte por una carrera.
Paganini se enteró por el portero de la sala del precio justo y volvió al coche y le dijo:
- He aquí dos francos que es lo que le debo; los otros dieciocho se los daré cuando sepa conducir el coche con una sola rueda.
Sobre su muerte corrieron muchas versiones. Una de estas asegura que el sacerdote que le atendía en sus últimos momentos, le preguntó qué contenía el estuche, a lo que Paganini le contestó levantándose de la cama: "¡El diablo! ¡Esto es lo que contiene, el demonio!", y cogiendo el violín en sus manos se puso a tocarlo hasta que lo lanzó contra la pared, expirando al tiempo que el violín se destruía. La historia es falsa, ya que dicho violín se conserva en el museo de Génova.
Niccoló Paganini falleció en Niza, Francia, el 27 de Mayo de 1840, pero el obispo de Niza negó el permiso para su entierro y su ataúd permaneció varios años en un sótano. La fama que se había tejido alrededor de su persona y su talento, forjados en un posible pacto con el demonio, fue determinante en esta decisión eclesiástica, sobretodo debido a que el propio Paganini rehusó acercarse a la Iglesia y desmentir aquellos comentarios. Solamente en 1876 fue permitido el funeral y sus restos se transfirieron al cementerio en Parma.
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