Nos besamos a cielo abierto. La ciudad se paraliza y nos observa. Las nubes detenidas, los edificios expectantes, la actividad suspendida, el bullicio silenciado. Juntamos las bocas y bajo nuestros pies las calles se calientan lentamente, excitadas por el ritmo de nuestras cadenciosas palpitaciones...
Fotografía: Robert Doisneau.
Nunca he sabido si la sensación que eleva el corazón y envuelve en un calor absolutamente confortante, es decir, la sensación que provoca un primer beso, es fruto de la tradición social o si realmente el ser humano ha encontrado el gesto perfecto para expresar el deseo por otra persona.
Desde luego hay motivos que nos sugieren ambas cosas. Ya que en algunas culturas no se besan, sino que utilizan otros rituales románticos. Pero también se sabe que cualquier asunto de amor, sin un beso, queda incompleto y vacío. No importa si la gracia del lenguaje sorprende y embelesa con sus más exquisitas palabras, no importa si se realiza el más grande de los actos románticos. Pues una vez más, sin el beso, solo falta un gesto que consigue que todos los demás sobren.
Tal vez el poder y la belleza del beso tengan algo que ver con que, de alguna manera, estamos silenciando y dejando que nos silencien cuando juntamos los labios, los labios que articulan las palabras, las palabras que bien escogidas componen el lenguaje del amor. Los labios, con todo ese potencial, son acallados en un acto de fe, al confiar ciegamente en que el beso, casi en silencio, conseguirá con sencilla y despreocupada precisión decir lo que las palabras, por jugar estas con el sentido del oído, no pueden abarcar.
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