La matanza de los zanganos

 Duelo entre reinas (1901), Ilustración de Edward J. Detmold (1883-1957) para el libro “La vida de las abejas”


La matanza de los zánganos

I

Después de la fecundación de las reinas, si el cielo continúa claro y cálido el aire, si el polen y el néctar abundan en las flores, las obreras, por una especie de olvidadiza indulgencia, o quizá por excesiva previsión, toleran algún tiempo más la presencia importuna y ruinosa de los zánganos. Estos se conducen en la colmena como los pretendientes de Penélope en la casa de Ulises. Llevan en plena francachela y gaudeamus, la ociosa existencia de amantes honorarios, pródigos y sin delicadeza; satisfechos, barrigones, llenan las avenidas, obstruyen los pasadizos, dificultan el trabajo, atropellan, son atropellados, y se les ve azorados, importantes, hinchados de desdén, aturdidos y sin malicia, pero despreciados con inteligencia, y segunda intención, inconscientes de la exasperación que va acumulándose contra ellos y del destino que los aguarda. Eligen para dormitar a sus anchas el rincón más tibio de la morada, se levantan perezosamente para ir a chupar en las celdas abiertas la miel más perfumada, y mancillan con sus excrementos los panales que frecuentan.

Las pacientes obreras miran el porvenir y reparan silenciosamente los desperfectos. De mediodía a las tres de la tarde, cuando la campiña azulada tiembla de fatiga feliz bajo la mirada invencible del sol de julio o de agosto, aparecen en el umbral. Llevan un casco formado de enormes perlas negras, dos altos penachos animados, un jabón de terciopelo leonado y frotado de luz, una melena heroica, un cuádruple manto rígido y translúcido, hacen un ruido terrible, apartan las centinelas, derriban a las ventiladoras, tropiezan con las obreras que llegan cargadas de botín. Tienen el andar atareado, extravagante e intolerante de dioses indispensables que salen en tumulto a cumplir algún gran designio ignorado por el vulgo. Uno tras otro afrontan el espacio, gloriosos, irresistibles, y van tranquilamente a posarse en las flores más vecinas, donde duermen hasta que el fresco de la tarde los despierta. Entonces vuelven a la colmena en el mismo torbellino imperioso, y siempre desbordantes del mismo gran designio intransigente; corren a las despensas, hunden la cabeza hasta el cuello en las cubas de miel, se hinchan como ánforas para reparar las agotadas fuerzas, y ganan con pesado paso el buen sueño sin pesadillas ni preocupaciones que los recoge hasta su próxima, comida.

II

Pero la paciencia de las abejas no es igual a la de los hombres. Una mañana comienza a circular por la colmena la consigna esperada, y las apacibles obreras se transforman en jueces y verdugos. No se sabe quién da la consigna; emana de repente de la indignación fría y razonada de las trabajadoras, y de acuerdo con el genio de la república unánime tan pronto como se pronuncia llena todos los corazones. Una parte del pueblo renuncia a salir en busca de botín para consagrarse aquel día a la obra justiciera. Los gordos holgazanes dormidos en descuidados racimos sobre las paredes melíferas, son arrancados bruscamente de su sueño por un ejército de vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sorprendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y su asombro logra apenas asomar a través de su pereza, como un rayo de luna a través del agua de un pantano. Se imaginan víctimas de un error, miran en torno suyo estupefactos, y la idea matriz de su vida se reanima en sus torpes cerebros, y les hace dar un paso hacia las cunas de miel para reconfortarse en ellas.


Pero pasó ya el tiempo de la miel de mayo, del vino flor de los tilos, de la franca ambrosía de la salvia, del serpol, del trébol blanco, de la mejorana. En lugar del libre acceso a los buenos depósitos rebosantes que abrían bajo sus bocas sus brocales de cera, complacientes y azucarados, encuentran en torno un ardiente matorral de dardos emponzoñados que se erizan. La atmósfera de la ciudad ha cambiado. El amigable perfume del néctar ha cedido su lugar al acre olor del veneno cuyas mil gotitas resplandecen en la punta de los aguijones y propagan el rencor y el odio. Antes de haberse dado cuenta del derrumbamiento inaudito de todo su destino de ocio y de regalo, en el trastorno de las leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas, aserrarles el peciolo que une el abdomen al tórax, amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas, dar con una juntura de los anillos de la coraza para hundir en ella su dardo. 

Enormes pero inertes, desprovistos de aguijón no piensan siquiera en defenderse, tratan de escapar ú oponen únicamente su masa obtusa a los golpes que los abruman. Derribados de espaldas, agitan torpemente, en el extremo de sus poderosas patas, a las enemigas que no sueltan su presa, o girando sobre sí mismos arrastran el grupo entero en un torbellino loco pero pronto exhausto. Al cabo de cierto tiempo están en un estado tan lamentable, que la piedad, que nunca está muy lejos de la justicia en el fondo de nuestro corazón, acude a toda prisa y pediría gracia aunque inútilmente, a las duras obreras que sólo reconocen la ley profunda y seca de la Naturaleza. Las alas de los desdichados quedan laceradas, los tarsos arrancados, las antenas roídas, y sus magníficos ojos negros, espejos de las flores exuberantes, reverberos del azur y de la inocente arrogancia del estío, dulcificados entonces por el sufrimiento, no reflejan ya más que el desconsuelo y la angustia del fin. 

Los unos sucumben a sus heridas y son inmediatamente arrastrados por dos o tres de sus verdugos a los lejanos cementerios. Otros, menos heridos, logran refugiarse en algún rincón en que se amontonan y donde una guardia inexorable los bloquea, hasta que se mueran de inanición. Muchos logran ganar la puerta y escapar al espacio arrastrando a sus adversarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el hambre y el frío, vuelven en masa a la entrada de la colmena, implorando un abrigo. Tropiezan con otra guardia, inflexible. Al día siguiente, a su primer salida, las obreras barren el, umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.

III

La matanza, se realiza a menudo el mismo día en gran número de colonias del colmenar. Las más ricas, las mejor gobernadas dan la señal. Algunos días después las imitan las pequeñas repúblicas menos prósperas. Los pueblos más pobres, los más débiles, aquellos cuya madre está ya muy vieja y casi estéril, para no abandonar la esperanza de ver fecunda a la joven reina que aguardan y que todavía puede nacer, son los únicos que mantienen a sus zánganos hasta la entrada del invierno. Entonces sobreviene la miseria inevitable, y la tribu entera, madre, parásitos, obreras, se amontona en un grupo hambriento y estrechamente, enlazado que perece en silencio en la sombra de la colmena, antes de las primeras nieves.

Después de la ejecución de los ociosos en las ciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanuda, pero con ardor decreciente porque el néctar comienza a escasear. Las grandes fiestas y los grandes dramas han pasado. El cuerpo milagroso con sus guirnaldas de millares y millares de almas, el noble monstruo sin suelo, alimentado de flores y de rocío, la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, va adormeciéndose gradualmente, y su tibio aliento, cargado de perfumes, se alarga y se congela. La miel de otoño, para completar las provisiones indispensables, va acumulándose, sin embargo, en las murallas nutricias, y los últimos depósitos son sellados con el incorruptible sello de cera blanca. Cesase de edificar, los nacimientos disminuyen, las muertes se multiplican, las noches se alargan, los días se acortan. La lluvia y los vientos inclementes, las brumas matutinas, las emboscadas de la sombra demasiado rápida, arrebatan centenares de trabajadoras que no vuelven más, y todo el pequeño pueblo, tan ávido de sol como las cigarras del Ática, siente que va extendiéndose sobre él la helada amenazadora del invierno.

El hombre ha tomado su parte de la cosecha. Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel, y las más maravillosas le dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensos campos de flores visitadas, una por una mil veces cada día. Ahora lanza una postrer mirada a las colonias que se adormecen. Quita a las más ricas sus tesoros superfluos para distribuirlos entre las empobrecidas por los infortunios, siempre inmerecidos en ese mundo laborioso. Tapa y abriga, cuidadosamente las colmenas, entorna sus puertas, quita, los marcos inútiles, y entrega las abejas a su gran sueño invernal. Estas se reúnen entonces en el centro de la colmena, se contraen y se cuelgan de los panales que encierran las urnas fieles de las que ha de salir durante los días helados, la substancia transformada del estío. La reina, se coloca en el medio, rodeada por su guardia. La primera fila de obreras se aferra a las celdas selladas, cúbrelas una segunda fila, cubierta a su vez por la tercera, y así sucesivamente hasta la última que florida la envoltura. Cuando las abejas de esta envoltura sienten que el frío las invade, entran en la masa, siendo reemplazadas por otras que lo son también más tarde. El colgado racimo es como una esfera tibia y leonada que escinde las paredes de miel, y que sube o baja, avanzan o retroceden de una manera imperceptible, a medida que van agotándose las celdas a que se agarra. -¡Porqué, al revés de lo que generalmente se cree, la vida invernal de las abejas se hace más lenta, pero no se detiene . Por el zumbido concertado de sus alas, hermanitas sobrevivientes de las llamas del sol, que se activan o se apaciguan según las fluctuaciones de la temperatura externa, mantienen en su esfera un calor invariable e igual al de un día de primavera. Esa secreta primavera emana de la miel hermosa, que no es más que un rayo de calor anteriormente transmutado, y que vuelve a su primitiva forma. Circula por la esfera como sangre generosa. Las abejas que permanecen sobre los alvéolos rebosantes, la ofrecen a sus vecinas que la transmiten a su vez. Pasa así de uña en uña, de boca en boca, y llega a las extremidades del grupo que no tiene sino un pensamiento y un destino esparcido y reunido en millares de corazones. Hace las veces del sol y de las flores, hasta que, su hermano mayor, el sol verdadero de la gran primavera real, deslizando por la puerta entreabierta sus primeras tibias miradas en que renacen las violetas y las anémonas, despierta suavemente a las obreras para decirles que el azur ha vuelto a ocupar su sitio sobre el mundo, que el círculo ininterrumpido que une la muerte con la vida, acaba de dar una vuelta sobre sí mismo y se ha reanimado otra vez.


Fragmento de “La vida de las abejas"
Maurice Maeterlinck (1862-1949)


Maurice Maeterlinck se ocupó del trajín de los seres pequeños que acompañan al hombre en su paso por la tierra. Se podría decir que fue un poeta naturalista, o un científico con alma de poeta. En todo caso fue un hombre que buscó lo inaudito que se oculta tras la fachada de lo visible. Sabiendo que no somos los únicos seres inteligentes que habitan el planeta, y consciente de que la naturaleza a través de sus especies manifiesta un complejo mecanismo de pensamientos, Maeterlinck tramó tres libros: La vida de las abejas, La vida de las hormigas y La inteligencia de las flores. Leerlos no sólo es presenciar la revelación de una prosa que es al mismo tiempo delicuescente y portentosa, sino comprender un universo donde un misticismo sensualista se atavía de poesía y de ciencia.

La descripción de lo que las plantas hacen, a través de sus órganos sexuales, para llevar a cabo la fecundación es uno de los momentos más sorprendentes no sólo de la obra del escritor belga, sino de la poesía universal. La hondura de su escritura está fundada en el cultivo de ese asombro que desde los pensadores jonios ha sido la base de toda formulación poética que, a su vez, sostiene toda formulación científica.

Maeterlinck aclara no ser un especialista en botánica. Es tan sólo un hombre que observa el devenir de la inteligencia en sus jardines, en los bosques que frecuenta, en los caminos que a veces toma para respirar el milagro de la vida. Su tarea, en este inolvidable libro, no es aportar descubrimientos, sino transmitir algunas observaciones elementales. Y estas se tornan ascendentes en la densidad simbólica que sus descripciones desarrollan. Entonces nos sentimos conmovidos ante los estambres de la vallisneria, hierba bastante insignificante y acuática, que sacrifican su fugaz vitalidad para caer en el añorado ámbito de unos pistilos que se creían inalcanzables.

Los juegos enrevesados pero siempre jubilosos del amor, que nos muestra el poeta, conducen a una conclusión. Para Maeterlinck, tanto en su libro sobre las flores, como en los dos dedicados a los insectos, el genio reside en la especie y no en las veleidades del individuo. Propagar la vida, ante la evidencia de la disolución total, es como las flores susurran su inteligencia. Y esta no es simple y repetitiva. Al contrario, evoluciona de forma sutil a través de los años. Sobre el vacío del tiempo las flores han ideado su delicada filigrana de sentimientos. Filigrana que, al modo de un pensante fluido universal, se esparce sobre la ilusión de la vida.



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